Será que sigo sin entender muy bien el
entorno, a pesar de los años intentándolo. Quizás no sepa aprender lo que se
debe, o puede que lleve conmigo, en mi interior, un ser rebelde, diabólico, que
no comulga con este mundo encorsetado, soslayado para ajenos y particulares
intereses. Pero sigo viendo miseria y no quiero sucumbir.
El fresco nocturno que advierte la llegada
navideña te murmura la decadencia en que viven las calles huérfanas, tras los
gélidos pasos de transeúntes, cuando la noche escupe la insolidaridad, esa
prima-hermana de la ignorancia supina que vaguea por este estulto siglo XXI, de
versión medieval. O al menos, en blanco y negro, como aquellos domingos fríos
de cine adoctrinador cuando el preludio de una sesión ‘western’ nos acogía en
aquella avenida lúgubre de la infancia. Pan y circo. ¡Esto es lo que hay!
Es lo que tiene el oraje escalofriante de
las penumbras. Es el percatarse que unos elegidos para el bien de la res pública vayan emponzoñando las
semanas de miserables discursos contra la dignidad humana, relatando el bien y
el mal, poseídos por una creencia que contradicen sistemáticamente, capitostes
de la injuria "hechos de los retales
de Judas", como decía mi madre. Esos mequetrefes pánfilos que auguran
el bien a un jilguero enjaulado porque dicen, los muy cínicos, que sigue vivo y
puede comer, o porqué acata, sin chistar, que le recorten las plumas porque su
vuelo es injusto para quienes nunca miran al cielo. ¡Vaya gremio de cretinos
vacilantes entre damascos!
Pues eso, la rasca de la noche, que te rae
el rostro y te borra la cara, te susurra que existen otros variopintos
personajillos que siguen con su proselitismo medieval, predican desde el
púlpito la caridad y la bonanza, pero no dudan para enfundarse en prolongadas
capas coloradas y exhibirse con las ínfulas del poder divino. Son los que
aleccionan en su tiempo libre sobre desviaciones políticas y reparten títulos
de católicos cuerdos. Mas, son los herejes indomables y apátridas quienes
merecen una sesión dura de exorcismo, perqué quebrantan los fundamentos de la
Gran Nación. Son los mismos que en el presbiterio manipulan -o callan- el por
qué Jesucristo removió los cimientos de Roma y se rebeló contra el despotismo
del Imperio. ¿Por qué? Sí, ellos, los del voto de pobreza y humildad que jamás
dudan en asentir para las citas y fastos, entre manteles y cuberterías de
plata. Como el monseñor ahíto y risueño que le recuerda a la monja los años que
llevaban dedicando su vida y vocación al servicio del Padre Señor Nuestro.
Respuesta de la hermana religiosa que no se hizo esperar: “Así es, pero usted ha llegado lejos y su carrera eclesial le ha puesto
otro color en las mejillas; mientras, yo sigo pálida pelando patatas en esa
lóbrega cocina del convento”. ¡Bienaventurados los que abogaron por servir lo
inhumano, porqué serán viles humanos en el Averno de Lucifer!
Y esa humedad que se cuela entre las mangas
y el cuello para helarte la compresión. Y a saber, justo al voltear una esquina
acanalada, de esa pléyade de lacayos secuaces metidos a ‘opinadores’
cibernéticos de la verdad ‘verdadera’, la única, la grande, la que es libre.
Porqué sí, sin enmienda, sin réplica ni argumento. Esos que quieren la calidad
del galeno en la consulta y jamás gozan a interrumpir su disertación sobre un
proceso renal a tocar de cólico nefrítico. ¡Lo
que usted diga señor doctor! Como debe ser, por ser un hombre de ciencia.
Pero esos mismos pusilánimes petulantes, sin embargo, emponzoñan la cultura
para luego maldecir a lingüistas, filólogos e historiadores y oponerse a su ciencia
y conocimiento. Porqué sí, sin más. Son aquellos que diagnostican una lengua o un
dialecto con precisión suiza, pero de libre albedrío, y confunden el mozárabe
con un alcuzcuz, o cualquier otro pastelito del arcaico recetario sarraceno;
los que ponen banderas en vez de acentos; los que encorajinan con una lengua
que no saben escribir. Todo ello en pleno y mísero siglo XXI. Esos que, incluso
en su habla materna, confunden el adjetivo posesivo con el artículo
idiosincrático; los que creen que un diacrítico es un enfermo crónico… !Y piden
que les curen con la lengua que sea! ¡Cuánta razón les asiste con lo de
curarse! El único requisito que aciertan y el único mérito que poseen.
Pululan, pues, legionarios de la causa,
comisarios callejeros, troles para la rectitud y el orden. Son los mismos que
al girar la esquina fría de la noche te disparan con la mirada envenenada de
odio y exhalan esa fétida y soez intolerancia. Porqué sí, coño!
“Cada
uno es como Dios le hizo, y aún peor muchas veces”, dijo Don Quijote de la Mancha. ¡Y le llamaban afecto de
locura a ese caballero sabio y andante!
Puede que un servidor no sepa aprender lo
que se debe. Y me rebelo. Con todo, ansío ya el alba para alzar la frente y
descubrir el plácido vuelo de ese gorrión urbano. Pero no me rebelo con lo que
no se puede, porqué complace contemplar ese precioso y rico caballo ejercitarse
libre y al galope y que llaman idioma castellano. Ese excelso idioma, cual
equino que ha caído, por desgracia, en manos de muchos almogávares de mente
obtusa que descomponen su hermosura y su cabalgadura; una lengua preciosa, como
un digno corcel, el mismo que no merece, jamás, que lo monte ningún jinete del
apocalipsis. Y los que carecen de humanidad deberían rechazarlo para su
contienda, por filibusteros de la convivencia.
Santígüense, gente de bien, que llega el frío polar que envalentona cruzadas de descrédito y vilipendio, escuadrones que vejan la libertad.
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