dijous, 7 de desembre del 2017

Quienes emponzoñan


Será que sigo sin entender muy bien el entorno, a pesar de los años intentándolo. Quizás no sepa aprender lo que se debe, o puede que lleve conmigo, en mi interior, un ser rebelde, diabólico, que no comulga con este mundo encorsetado, soslayado para ajenos y particulares intereses. Pero sigo viendo miseria y no quiero sucumbir.

El fresco nocturno que advierte la llegada navideña te murmura la decadencia en que viven las calles huérfanas, tras los gélidos pasos de transeúntes, cuando la noche escupe la insolidaridad, esa prima-hermana de la ignorancia supina que vaguea por este estulto siglo XXI, de versión medieval. O al menos, en blanco y negro, como aquellos domingos fríos de cine adoctrinador cuando el preludio de una sesión ‘western’ nos acogía en aquella avenida lúgubre de la infancia. Pan y circo. ¡Esto es lo que hay!




Es lo que tiene el oraje escalofriante de las penumbras. Es el percatarse que unos elegidos para el bien de la res pública vayan emponzoñando las semanas de miserables discursos contra la dignidad humana, relatando el bien y el mal, poseídos por una creencia que contradicen sistemáticamente, capitostes de la injuria "hechos de los retales de Judas", como decía mi madre. Esos mequetrefes pánfilos que auguran el bien a un jilguero enjaulado porque dicen, los muy cínicos, que sigue vivo y puede comer, o porqué acata, sin chistar, que le recorten las plumas porque su vuelo es injusto para quienes nunca miran al cielo. ¡Vaya gremio de cretinos vacilantes entre damascos!

Pues eso, la rasca de la noche, que te rae el rostro y te borra la cara, te susurra que existen otros variopintos personajillos que siguen con su proselitismo medieval, predican desde el púlpito la caridad y la bonanza, pero no dudan para enfundarse en prolongadas capas coloradas y exhibirse con las ínfulas del poder divino. Son los que aleccionan en su tiempo libre sobre desviaciones políticas y reparten títulos de católicos cuerdos. Mas, son los herejes indomables y apátridas quienes merecen una sesión dura de exorcismo, perqué quebrantan los fundamentos de la Gran Nación. Son los mismos que en el presbiterio manipulan -o callan- el por qué Jesucristo removió los cimientos de Roma y se rebeló contra el despotismo del Imperio. ¿Por qué? Sí, ellos, los del voto de pobreza y humildad que jamás dudan en asentir para las citas y fastos, entre manteles y cuberterías de plata. Como el monseñor ahíto y risueño que le recuerda a la monja los años que llevaban dedicando su vida y vocación al servicio del Padre Señor Nuestro. Respuesta de la hermana religiosa que no se hizo esperar: “Así es, pero usted ha llegado lejos y su carrera eclesial le ha puesto otro color en las mejillas; mientras, yo sigo pálida pelando patatas en esa lóbrega cocina del convento”. ¡Bienaventurados los que abogaron por servir lo inhumano, porqué serán viles humanos en el Averno de Lucifer!

Y esa humedad que se cuela entre las mangas y el cuello para helarte la compresión. Y a saber, justo al voltear una esquina acanalada, de esa pléyade de lacayos secuaces metidos a ‘opinadores’ cibernéticos de la verdad ‘verdadera’, la única, la grande, la que es libre. Porqué sí, sin enmienda, sin réplica ni argumento. Esos que quieren la calidad del galeno en la consulta y jamás gozan a interrumpir su disertación sobre un proceso renal a tocar de cólico nefrítico. ¡Lo que usted diga señor doctor! Como debe ser, por ser un hombre de ciencia. Pero esos mismos pusilánimes petulantes, sin embargo, emponzoñan la cultura para luego maldecir a lingüistas, filólogos e historiadores y oponerse a su ciencia y conocimiento. Porqué sí, sin más. Son aquellos que diagnostican una lengua o un dialecto con precisión suiza, pero de libre albedrío, y confunden el mozárabe con un alcuzcuz, o cualquier otro pastelito del arcaico recetario sarraceno; los que ponen banderas en vez de acentos; los que encorajinan con una lengua que no saben escribir. Todo ello en pleno y mísero siglo XXI. Esos que, incluso en su habla materna, confunden el adjetivo posesivo con el artículo idiosincrático; los que creen que un diacrítico es un enfermo crónico… !Y piden que les curen con la lengua que sea! ¡Cuánta razón les asiste con lo de curarse! El único requisito que aciertan y el único mérito que poseen.

Pululan, pues, legionarios de la causa, comisarios callejeros, troles para la rectitud y el orden. Son los mismos que al girar la esquina fría de la noche te disparan con la mirada envenenada de odio y exhalan esa fétida y soez intolerancia. Porqué sí, coño!

“Cada uno es como Dios le hizo, y aún peor muchas veces”, dijo Don Quijote de la Mancha. ¡Y le llamaban afecto de locura a ese caballero sabio y andante!

Puede que un servidor no sepa aprender lo que se debe. Y me rebelo. Con todo, ansío ya el alba para alzar la frente y descubrir el plácido vuelo de ese gorrión urbano. Pero no me rebelo con lo que no se puede, porqué complace contemplar ese precioso y rico caballo ejercitarse libre y al galope y que llaman idioma castellano. Ese excelso idioma, cual equino que ha caído, por desgracia, en manos de muchos almogávares de mente obtusa que descomponen su hermosura y su cabalgadura; una lengua preciosa, como un digno corcel, el mismo que no merece, jamás, que lo monte ningún jinete del apocalipsis. Y los que carecen de humanidad deberían rechazarlo para su contienda, por filibusteros de la convivencia.

Santígüense, gente de bien, que llega el frío polar que envalentona cruzadas de descrédito y vilipendio, escuadrones que vejan la libertad.


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